Sobremesa de un sábado otoñal aún muy veraniego releyendo las Impresiones y diarios de viajes de Isaac Albéniz (edición del Centenario). Es imposible no sonreír ante la picaresca del compositor que le lleva a colarse en primera con un billete de segunda, hacerse pasar por vendedor de bastones para conseguir 6 florines por el suyo de boj o intentar conquistar a una turca; o no contagiarse de su entusiasmo cuando descubre el Danubio o la calidad de los músicos ambulantes de Budapest. Cuanto más estudio sobre la vida y obra de Albéniz más claro lo tengo: debía de ser un tipo muy divertido.
Estas breves anotaciones de viaje están, además, repletas de informaciones musicales que, al menos para mí, son del máximo interés. Por ejemplo, su indiscutible admiración por Wagner o la naturalidad con la que describe su encuentro en 1880 con el pianista de moda:
He ido a ver a Liszt; me ha acogido de la manera más amable; he tocado dos de sus estudios y una rapsodia húngara; le ha gustado mucho, al parecer, sobre todo cuando sobre un tema húngaro que él me ha dado he improvisado toda una danza; me ha pedido detalles sobre España, sobre mis padres, sobre mis ideas en materia de religión, y, en fin, sobre la música en general. He respondido franca y categóricamente lo que pensaba de todo eso y ha parecido quedar encantado.
(Según los expertos este encuentro no fue el día de agosto que Albéniz anotó, pero nadie duda de que tuvo lugar.)

Para resumir... a las descripciones de lugares y a las anotaciones de gastos diarios se unen verdaderos aforismos que dan mucho que pensar:
La fe, la que se tiene en la creación ajena, es la abdicación de la propia inteligencia; desgraciado aquel que cree y no crea.
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