Aunque remontarse a 1812 pueda antojarse excesivo, por resultar una fecha muy lejana, la realidad es que nuestros sistemas de enseñanza están anclados en los planes de estudio de la primera mitad del siglo XX y, muchos de estos son consecuencia de las reflexiones educativas decimonónicas. Si observamos cualquiera de las disciplinas enseñadas en los conservatorios, por un lado, y los programas de esas mismas asignaturas tal y como se impartían en el Real Conservatorio de Música de Madrid u otros conservatorios españoles en 1850, por ejemplo, veremos que no son tantas las diferencias. En muchos casos, las reformas han tocado al aspecto exterior de los planes de estudio, incrementando asignaturas y cursos, pero no las maneras de estudiar un instrumento o abordar una disciplina musical.
El siglo XXI será recordado en la educación española como aquel en el que se demostró que las reformas educativas no son siempre sinónimo de progreso y, por ello, parece esencial estudiar cómo fueron las reformas de antaño, las que sí supusieron un avance significativo y consiguieron el sueño anhelado de mejorar la instrucción de sus ciudadanos.
El movimiento liberal y reformista que cristaliza con la Pepa, pero que había empezado con anterioridad, venía mostrando una preocupación especial por lo relativo a la reforma de las enseñanzas. Gaspar Melchor de Jovellanos redacta las Bases para la formación de un plan general de instrucción pública, que se dan a conocer en Sevilla el 16 de noviembre de 1809. Este escrito alcanzó un éxito inesperado, hasta el punto de que José Bonaparte mandó tenerlo presente de cara al plan general de estudios que tenía proyectado decretar. Aunque el monarca invasor ha pasado a la leyenda nacional como Pepe Botella, y durante generaciones se ha confundido el deseo natural del pueblo de no ser gobernado por extranjeros con sus capacidades, hoy ya nadie discute su compromiso con la reforma educativa y tal vez no es una casualidad que las dos naciones donde reinó (Nápoles y España) fueran de las primeras en fundar conservatorios nacionales, a la imagen, por lo menos en parte, del de París, creado en 1795.
Jovellanos había estudiado en detalle tanto el sistema educativo español como el europeo, y pretendía proponer soluciones modernas y novedosas. Las Bases de 1809 comienzan definiendo el objeto de la Instrucción pública —«meditar y proponer todos los medios de mejorar, promover y extender la instrucción nacional»— y abordan las obligaciones de la comisión de las Cortes en materia de educación:
«Se propondrá como último fin de sus trabajos aquella plenitud de instrucción que pueda habilitar a los individuos del Estado, de cualquier clase y profesión que sean, para adquirir su felicidad personal, y concurrir al bien y prosperidad de la nación en el mayor grado posible».
Es en este contexto de preocupación por la educación donde pueden entenderse muchos detalles de la organización pedagógica y, en general, de la historia de las instituciones de enseñanza musical. La creación del Real Conservatorio de Madrid y de todas las instituciones de educación musical no son consecuencia directa de la Constitución de 1812, pero resulta innegable que la Carta Magna contribuyó a la toma de conciencia de la importancia de la educación musical por parte de las instituciones gubernamentales y sus actores. Por ejemplo, cuando en 1832 se anuncian en la prensa los exámenes públicos del Real Conservatorio,podemos comprobar cómo los proyectos de Jovellanos han dado su fruto, en cuanto a que los gobiernos toman en consideración todo aquello que pueda ser necesario para la instrucción pública. La Revista española del 22 de diciembre de 1832 dice:
«Los establecimientos públicos que tienen por objeto difundir los conocimientos útiles y formar la educación de la juventud, son dignos de los mayores aplausos. En ellos fundan las naciones su bienestar, los gobiernos su interés político, los Monarcas su grandeza. Las primeras necesidades de la vida no son ya las únicas que absorben la atención de los gobiernos. La cultura que traen los siglos en pos de sí crea nuevas necesidades en las naciones civilizadas; y de la manera que crecen aquellas en cada hombre a medida del mayor desarrollo de sus facultades, así se aumentan el paso que ésta avanza en la carrera de la civilización».
Por otro lado, como bien ha afirmado José Álvarez Junco en sus diferentes reflexiones sobre esta época y en particular en La Constitución de Cádiz: historiografía y conmemoración (2006), la Pepa presenta una situación paradójica de amor-odio con respecto a Francia. El odio responde a la necesidad natural de luchar contra el invasor, y el amor, o mejor dicho, la admiración y la emulación, quedan patentes tanto en la estructura y redacción de la Constitución como en la influencia que pudo tener en materia de educación. Todos los postulados constitucionales ahondan en los derechos de libertad e igualdad de los ciudadanos para formarse tanto en la educación elemental, como en la superior o en las artísticas. Conducen la organización de la educación por senderos de racionalidad, para discernir lo que no contribuye a la instrucción de los ciudadanos y les hace perder el tiempo a todos o cuándo no es rentable la inversión económica a los ciudadanos o al estado. También contempla, como bien lo señalaba Jovellanos en las Bases citadas y en muchos de sus textos educativos, el concepto de cómo el ciudadano, a través de la formación, adquiere la felicidad, pues el saber le permite conocer y conocerse mejor y adquirir unas garantías laborales.
La documentación sobre educación musical del siglo XIX y primera mitad del siglo XX recoge de diversas maneras esta idea en boca de numerosos personajes de toda índole, mostrando que, para muchos músicos, ser alumno de estas instituciones musicales era un sueño y, cuando no lo conseguían, se sentían completamente desolados. Franz Liszt fue uno de ellos. En 1823 el Reglamento del Conservatorio de París impedía la admisión a estudiantes extranjeros, y por esta razón fue rechazado. El joven húngaro confiesa haber implorado, con la ayuda de su padre, al director del conservatorio, solicitando al menos «el permiso de poder recoger las migas que caen de la mesa». Para Franz Liszt, como para tantos músicos del siglo XIX, el mero contacto con los establecimientos de educación musical era algo positivo y, por ello, estaban dispuestos a conformarse con «las migajas», con lo que fuera, con tal de no quedar al margen de la vida musical dentro de dichos centros de saber.
La documentación sobre educación musical del siglo XIX y primera mitad del siglo XX recoge de diversas maneras esta idea en boca de numerosos personajes de toda índole, mostrando que, para muchos músicos, ser alumno de estas instituciones musicales era un sueño y, cuando no lo conseguían, se sentían completamente desolados. Franz Liszt fue uno de ellos. En 1823 el Reglamento del Conservatorio de París impedía la admisión a estudiantes extranjeros, y por esta razón fue rechazado. El joven húngaro confiesa haber implorado, con la ayuda de su padre, al director del conservatorio, solicitando al menos «el permiso de poder recoger las migas que caen de la mesa». Para Franz Liszt, como para tantos músicos del siglo XIX, el mero contacto con los establecimientos de educación musical era algo positivo y, por ello, estaban dispuestos a conformarse con «las migajas», con lo que fuera, con tal de no quedar al margen de la vida musical dentro de dichos centros de saber.
En definitiva, la Constitución de 1812 contribuyó en materia de educación a fomentar la fundación de instituciones que ofrecieran una instrucción elemental o especializada a los ciudadanos. Su aportación en este terreno no debe limitarse al ámbito español, sino europeo. Y gracias a todos estos pasos se produjeron situaciones como la que Liszt relata en primera persona, que estudiantes excepcionales con acceso a los mejores maestros particulares del momento desearan formar parte del alumnado de las instituciones públicas. Es necesario reflexionar sobre ello para mejorar la educación en el siglo XXI; tener presente la capacidad de educadores de la talla de Jovellanos y de esfuerzos de legislación como el necesario para alumbrar la Constitución de 1812. La Pepa destila una confianza casi utópica en el potencial de la enseñanza pública como agente activo de desarrollo social e incorpora a la misma nociones tales como prosperidad o bienestar, y lo hace con un entusiasmo de lo más inspirador, con el convencimiento de que la formación hará de nosotros personas más felices y mejores ciudadanos.