En 1769, en la dedicatoria de su ópera Alceste, Gluck escribió:
«Busqué confinar la música en su verdadera función de servir a la poesía en la expresión de los sentimientos en las situaciones de la trama sin interrumpir ni enfriar la acción mediante inútiles y superfluos ornamentos. Soy de la creencia de que la música debe dar a la poesía lo que la viveza de los colores y las luces y sombras bien dispuestas contribuyen a un dibujo bien compuesto, animando las figuras sin alterar sus contornos. Además, también soy de la creencia de que la mayor parte de mi labor era buscar la sencillez hermosa y evitar la exhibición de dificultades a expensas de la claridad». Esta es la conclusión final de uno de los reformadores de la ópera, tras la «Guerra de los bufones», una lucha intelectual y dialéctica que se fragua en la década de 1740 y estalla en París en 1752, tras la representación de La Serva Padrona de Pergolesi. Estas palabras de Gluck describen perfectamente la aportación musical del intermedio de Pergolesi: unas melodías que sirven a la expresión de los sentimientos, que ayudan a consolidar la trama y que en ningún momento contienen nada superficial ni vocal ni musicalmente: una completa claridad del texto como de la acción, ausencia de cualquier exhibición artificial o gratuita y, sobre todo, una hermosa sencillez que se basta a sí misma.
El motivo de la guerra de los bufones que duró entre 1752 y 1754, fue algo tan simple como la diferencia de opiniones entre el idioma en que podía o debía cantarse la ópera. Para unos solo el italiano edra suficientemente melódico y apto para cantar. Fueron apodados los «buffons» (haciendo referencia a los cantantes de ópera bufa italiana). Sorprendentemente el mayor defensor de esta opción no fue un italiano sino una francés, Jean-Jacques Rousseau, cuyos argumentos en contra de su lengua natal, fueron muy fuertes y criticados. En su Carta sobre la música francesa de 1753, Rousseau decía textualmente que los franceses no tenían música y que no podían tenerla. Con estas afirmaciones se oponía a toda una tradición de ópera francesa subvencionada por el Estado. El argumento de fondo que daba era que la fonética francesa resulta inapropiada para cantar. Esta era la opinión del París más avanzado, que, además, relacionaba ópera francesa, la famosa tragedia lírica, asociada al fasto y al poder de reyes como Luis XIV, y que había encumbrados a compositores como Lully y Rameau, con el Antiguo Régimen. El resultado de las opiniones del grupo capitaneado por Rousseau es que la ópera francesa fue cayendo en desuso. La discusión de si la lengua francesa era apropiada para el canto y la ópera seguirá existiendo hasta el siglo XX, y el estreno de la ópera de Claude Debussy Peleas y Melisande muestra que el debate siempre ha estado de actualidad.
De esta lucha verbal entre partidarios de lo italiano y partidarios de lo francés surgirá una síntesis planteada con inteligencia por el compositor Christoph W. Gluck (1714-1787). De origen bohemio, formado en Italia y afín a la corte francesa, Gluck eliminó de sus obras los abusos y excesos que caracterizaban algunas de las óperas serias y contra lo que los partidarios de una ópera más natural se manifestaban. Con ayuda de Rousseau, se arriesgó a escribir una ópera en lengua francesa y el resultado fue Ifigenia en Aulide, con un libreto adaptado de la tragedia del mismo nombre de Racine. También presentó nuevas versiones revisadas en francés de sus óperas Orfeo y Alceste. Despertó la curiosidad y el patriotismo francés y tuvo un éxito considerable, pero, además, sus óperas se erigieron como el modelo que tomarán los compositores posteriores en Francia y en el resto de Europa, desde Luigi Cherubini (1760-1842) hasta Héctor Berlioz (1803-1869). Gluck propuso y defendió un estilo que pudiera «abolir las distinciones entre naciones» gracias al uso de una melodía sencilla, noble y natural. Tal vez sin ser consciente, medio siglo antes, Pergolesi había mostrado en las melodías de sus intermedios y óperas cómicas italianas, que ese era el camino a seguir.