Hacia las ocho menos cuarto de la tarde, salí de una de las capillas de la catedral sigilosamente, intentando no molestar al resto del público que acababa de escuchar mi propia comunicación sobre la relación entre Doyagüe y el Real Conservatorio de Madrid.
El viernes 26 de abril fue un día en que se juntaban asuntos profesionales y personales (Congreso «De Fortis Magna» en Salamanca y operación de un ser inmensamente querido en Madrid). Estaba en ese estado que te alcanza cuando has pasado una noche sin dormir y sabes que te queda otra, has conducido 500 km, has estado siete horas esperando que tu ser querido supere una prueba seria sobre la que no tienes control alguno, te han llamado en medio de la operación para tomar decisiones, has tenido que hacer de tripas corazón y entrar con todo el equipo a visionar una ecografía imprevista y tocarle ya anestesiado. Sobre todo, has visto a un ser mayor, pero aún lleno de vida, postrado, despertando de la cirugía entre angustia y sufrimiento y has pensado: «¿debí evitar esta operación?».
Era una música con sabor a los padres de la Iglesia y una espiritualidad tan fuerte como actual.Cuando detrás de la música religiosa hay fe suena de otra manera. Lo sabemos por Bach, por Poulenc, por Messiaen.
Estudiamos y analizamos la música, la enseñamos y la divulgamos. E inesperadamente, el día que más lo necesitamos, solo somos público de su mensaje y de su voz. Y, con unas palabras que no tenemos fuerzas para pronunciar, ella lo dice todo. Podré analizar la obra coral de José María García Laborda y ponerla de ejemplo mil veces en mis clases, explicar con términos técnicos sus muchas virtudes, pero lo más importante es que su Te Deum me acogió, puso letra a mis sentimientos de ese día y me consoló.
En el silencio de la Catedral, me llenó de gratitud y de fortaleza, como ninguna palabra de ánimo, como ninguna persona habría podido hacer.